jueves, 5 de junio de 2008
lunes, 2 de junio de 2008
Nocturnidad.
Son las nueve de la mañana y Delbert Mounts se encuentra en el comedor de un piso de Gracia, acompañado por seis personas más y tomando un Margot con cola descarbonatada y escarcha de congelador sustituyendo los cubitos de hielo. Tiene la cara hinchada por la falta de horas de sueño y de vez en cuando pierde la consciencia por un segundo o dos. Son momentos como estos los que le recuerdan su juventud como camillero en el hospital Mercy de Cleveland, cuando acababa de terminar la carrera y se veía obligado a hacer prácticas en el turno de noche junto con dos cuarentones, separados y obesos, llamados Ivan y Match. Recuerda acabar la jornada exhausto, con la cara hinchada y un dolor agudo en los dientes, en los vestuarios, oyendo de fondo el repiqueteo del agua en las duchas, con la luz fría de la mañana entrando por las rendijas de las persianas. Se solía cambiar solo, cuando los otros estaban en la ducha, porque sospechaba que tanto Ivan como Match sentían atracción por él, y Delbert solía imaginarse a sus dos exmujeres preguntándose en sus salones qué rediantres hicieron para perder a sus maridos fofos y poco agraciados. Ahora, como entonces, la luz azul del cielo encendiéndose también se filtra a través de las persianas, y el típico olor a yodo es substituido por el aroma de la marihuana, del hachís, del sudor y del licor. Delbert mira a su alrededor y se da cuenta que hace unas horas ni siquiera conocía a la gente con la que ahora se encuentra, pensamiento que le devuelve a sus recuerdos juveniles en Cleveland, pues fue en el hospital Mercy donde aprendió algo que él considera significativo y de una importancia moderada: por las noches, el mundo es otro mundo, un lugar del revés en el cual se suceden las más remotas posibilidades. Recuerda que el turno de noche siempre le hacía sentir extraño, una extrañeza sutil, casi agradable, pero aún así extrañeza. No sentía lo mismo que en el turno de día, que solía ser tedioso y sin sobresaltos, sino todo lo contrario porque por las noches se sucedían estas escenas raras, de gentes de diferentes procedencias con problemas clínicamente divertidos y humanamente patéticos. Muchos de aquellos casos tenían que ver directamente con el sexo, otros con la drogas, otros con ninguno de los dos. Pero en la sala de enfermeras se acumulaban en una pared clavadas con chinchetas cientos de radiografías que atestiguaban todos y cada uno de aquellos momentos angustiosos y de bochorno. Como la de una mujer de 42 años a quien tuvieron que operar para retirarle una palanca de cambio de marchas de coche de la vagina, o aquel hombre que pasó en la sala de espera más de tres hora con dolores en el vientre para acabar admitiendo que tenía una botella de vidrio de Coca-Cola alojada en el interior de su ano. Había casos para dar y vender, y todos eran registrados en la nocturnidad del hospital. Mujeres y hombres y adolescentes y niños amontonados en salas de espera, aguardando para auto-parodiarse frente a un doctor titulado. Horas de visita dedicadas a un atajo de freaks, a los noctámbulos, a los adictos a algo; a la fiesta, a la droga, al sexo, a la tele tienda de la mañana, al café, a las adicciones, a los paliativos para adicciones. Delbert recuerda las caras de sus casos raros, y las tiene presentes a menudo, en su vida diaria, porque el mundo está loco y entonces se siente como cuando era joven en Cleveland, se siente sutilmente extraño. Como ahora. Ha pasado la noche de bar en bar, de pub en pub, de disco en disco, sin gastarse nada, riéndose a carcajadas con un japonés, dos ejecutivos y cuatro cheerleaders de rugby que ha ido reclutando a lo largo de la velada, sin prejuicios ni condiciones. Siente que los amigos/desconocidos con los que está son ya radiografías de su vida, formando parte de una historia que nada tiene que ver con él ni con Cleveland ni con nada, sino con una historia aún mayor sobre un hospital por el que todos nos paseamos en un constante flujo. Porque todos necesitamos asistencia, todos requerimos seguridad. Le gusta pensar en la vida como en un complejo hospitalario de enormes dimensiones, con sus múltiples divisiones categorizadas rellenas de personas interactuando incesantemente, y que las noches que acaban como esta, con la luz entrando a través de las rendijas de las persianas y la cara hinchada por el cansancio, son nuestros casos raros, los que hacen que valga la pena trabajar en el turno de noche.
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