lunes, 13 de agosto de 2007

La triste y efímera vida de un oso de peluche.

Los ositos de peluche ya no se llevan. Vamos, no se llevan nada. Todos los osos de peluche en proceso de fabricación en la actualidad tienen un destino ya fijado; después de salir de la enorme fábrica Taiwanesa, en la cual niños de la edad de nuestro querido infante Froilán De Todos Los Santos (eing?) han estado trabajando laboriosamente en esas pequeñas piezas de tela, pasarán a formar parte de los fondos de armario, de las cajas en los patios, de los baúles casi olvidados de la clase media del primer mundo.
A menudo se regalan peluches a los recién nacidos bajo el falso pretexto de que el neo nato necesitará compañía en su nuevo viaje, pero el verdadero motivo de tan dichoso obsequio es su asequible coste. Podemos encontrar osos de peluche a partir de 3 €, y su precio suele oscilar entre esa cifra y la de 100€. Evidentemente, los podríamos encontrar más caros, siempre teniendo en cuenta qué es exactamente lo que queremos demostrar con el osito. Si queremos demostrar ternura, no hará falta gastarse más de 14 o 15€, pero si queremos fingir amor desmesurado tenemos que fijarnos en tamaños desmesurados y por lo tanto nuestra targeta de crédito también sufrirá las consecuencias de los extremos. Cuánto más suave sea el oso mejor, de ese modo el niño puede impostar agrado durante los minutos que dure la entrega del regalo. Pero en realidad, al niño no le habrá gustado, en absoluto. Lo aborrecerá en cuestión de días, y la madre se verá obligada a recoger el peluche del suelo día tras día, hasta que su paciencia de progenitora vocacional se acabe y el peluche sea guardado en un cajón grande. Más tarde será trasladado a un cajón más pequeño y lo colocaran dentro de éste de manera desordenada, pillandole la pata cada vez que alguien cierre. Al final, y puede que después de un par de mudanzas, el oso ya será un vago recuerdo que permanecerá solo y frío en una caja.
Con un poco de suerte, el peluche será metido en una bolsa de ropa para beneficencia, y acabará volviendo a su hogar, Taiwán, dónde los hijos de aquellos niños que le crearon lo compartirán. Jugarán con él, y le querrán. Le querrán tanto que le separaran las extremidades y la cabeza, para que así cada niño pueda disponer de un pedazo de su querido peluche cuando le plazca.